Buena síntesis de la Corte Suprema sobre el origen y evolución de la pena privativa de libertad

     

         

La Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina, en el reciente fallo «Miranda» (26/12/2019) vuelve a ratificar la derogación práctica e inconstitucionalidad de la pena de reclusión prevista en el Código Penal. Al hacerlo, la Corte realiza un repaso del origen y evolución de la pena privativa de libertad. Constituye una muy buena síntesis que expone con claridad la historia de la pena de encierro. Por eso transcribimos a continuación la parte pertinente del fallo que destacamos:

«El encierro como sanción penal constituye una noción relativamente moderna. En la antigüedad se aplicaban otro tipo de castigos, como las penas corporales o la pena de muerte, mientras que se recurría a la privación de la libertad -mayormente- como medio para retener a las personas que iban a ser sancionadas y no como pena en sí misma.

Durante la Edad Media, apareció el encierro como penitencia, para reflexionar en soledad, a fin de promover el arrepentimiento, la enmienda de los delincuentes y la salvación de sus almas. El encierro como pena, y no como penitencia, aparece a fines del siglo XVI y comienzos del siglo XVII. «De esta época datan las casas de trabajo o casas de corrección, destinadas a alojar a los vagabundos, mendigos y mujeres de mal vivir, con el fin de hacer de ellos personas útiles a la sociedad, mediante una severa disciplina y el hábito del trabajo. La pena de prisión tuvo originariamente como finalidad la prevención especial, mediante la corrección de los delincuentes, pero bien pronto se dejó de lado ese objetivo y se convirtió a las cárceles en verdaderos depósitos_ en los que convivían hacinados, ociosos y en una promiscuidad corruptora, condenados, procesados, hombres, mujeres, menores, dementes, etcétera» (Enciclopedia Jurídica OMEBA, Tomo XXIII, Driskill SA: Buenos Aires, 1979, págs. 160/161).

El sórdido cuadro de las prisiones de mediados del siglo XVIII, sin luz ni aire, con población enferma, deficientemente alimentada y maltratada, inspiró que -en forma gradual- se fueran impulsando reformas en materia de higiene, alimentación, trabajo, educación, disciplina e instalaciones diferenciadas para distintos tipos de internos. Así, a fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX, comenzó a implementarse el modelo celular, basado en el encerramiento solitario.

El aislamiento carcelario no nació con contenido sancionatorio, sino como parte de un nuevo régimen penitenciario que pretendía mejorar las condiciones de detención, en contraposición con el hacinamiento promiscuo que caracterizaba a la realidad penitenciaria de la época. Desde el plano institucional, esta nueva forma de organizar las prisiones pretendía mejorar la gobernabilidad de -9-  las unidades penitenciarias, reduciendo la conflictividad interna (v.gr. el panóptico de Jeremy Bentham). Mientras que, en el plano individual, proponía un abordaje con resabios propios del encierro penitente, destinado a lograr el arrepentimiento. En rigor, «la idea disciplinaria era fragmentar la personalidad del encarcelado, para luego reconstruirlo a imagen y semejanza de un ser ‘civilizado’ (Righi, Esteban. Teoría de la Pena, Ed. Hammurabi, Buenos Aires, 2001, pág. 242).

De acuerdo con Michel Foucault, el encierro expresa «la ruptura de toda relación que no estuviera controlada por el poder» y, en ese marco, importa el «aislamiento del penado respecto del mundo exterior» y también el «aislamiento de los detenidos los unos respecto de los otros». Por un lado, el aislamiento contribuía a «sofocar las conjuras y los motines que puedan formarse, impedir que se urdan complicidades futuras o que nazcan posibilidades de chantaje…, obstaculizar la inmoralidad de tantas ‘asociaciones misteriosas’ y, por el otro, «la soledad debe ser instrumento positivo de reforma. Por la reflexión que suscita, y el remordimiento que no puede dejar de sobrevenir: ‘Sumido en la soledad, el recluso reflexiona…será en el aislamiento donde el remordimiento vendrá a asaltarlo»’. Según el autor, el aislamiento aseguraba «el coloquio a solas entre el detenido y el poder que se ejerce sobre él» (Foucault, Michel. Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo Veintiuno Editores SA, Buenos Aires, 1989, págs. 239/240 y 242). Con la aparición de aquellos primeros modelos de aislamiento, surgió la discusión sobre distintos sistemas de encarcelamiento: «El modelo de Auburn prescribe la celda  individual ‘durante la noche, el trabajo y las comidas en común, pero bajo la regla del silencio absoluto, no pudiendo hablar los detenidos más que a los guardianes, con su permiso y en voz baja. Referencia clara al modelo monástico; referencia también a la disciplina de taller». En contraposición «en el aislamiento absoluto -como en Filadelfia-, la readaptación del delincuente [se entiende que ocurre en] la relación del individuo con su propia conciencia. Solo en su celda, el detenido queda entregado a sí mismo; en el silencio de sus pasiones y del mundo que lo rodea, desciende a lo profundo de su conciencia.En la prisión pensilvana, las únicas operaciones de corrección son la conciencia y la muda arquitectura con la que se enfrenta» (Foucault, Michel. Vigilar y Castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo Veintiuno Editores SA, Buenos Aires, 1989, págs. 240/241).  Finalmente, por distintos motivos que no es del caso analizar en esta instancia, aquellos modelos carcelarios también fueron abandonados.

En el texto constitucional de 1853/1860 se fijaron límites básicos al poder punitivo estatal (cfr. -11-  artículos 17 y 18, en materia de confiscación de bienes, pena de muerte por causas políticas, tormentos y azotes, entre otros). En lo que aquí interesa, el artículo 18 de la Constitución Nacional reguló la prohibición de «toda especie de tormento y los azotes», garantía que se proyecta como límite a la sanción penal. En esa orientación, y con específica referencia a las penas privativas de la libertad, la citada norma precisó: «las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice». No cabe duda que mediante esta disposición quedó constitucionalmente reconocido el derecho a un trato digno y humano de las personas privadas de su libertad y, también, la tutela judicial efectiva que garantiza el cumplimiento de este derecho.

Las citadas directrices constitucionales encuentran subrayado sustento en los documentos fundantes del derecho patrio argentino y en los proyectos constitucionales que sirvieron como antecedentes a la Constitución Nacional de 1853. En ellos, ya se prohibían las penas corporales y toda medida que conlleve una mortificación de los detenidos, extraña a la pena impuesta (cfr. Asamblea del Año XIII en Recopilación de las leyes y decretos promulgados en Buenos Aires: desde el 25 de mayo de 1810, hasta fin de diciembre de 1840, Volumen 1, Imprenta del Estado, 1836, página 24; artículo 160 del proyecto de Constitución del 27 de enero de 1813; artículo 28 del proyecto de la Constitución de la Comisión Ad hoc; artículo 204 del proyecto de Constitución de la Sociedad Patriótica (1813); artículo 51 del proyecto de Constitución de carácter federal (1813); artículo XVII del Estatuto Provisional para la Dirección y Administración del Estado formado por la Junta de Observación nuevamente establecida en Buenos Aires el 5 de mayo de 1815, en: Tratados de los Estados del Río de la Plata y constituciones de las repúblicas sud-americanas Florencio Varela, 1848, página 351; artículo 1°, 14 del Estatuto Provisional de 1816, pág. 367; artículo 11 del Reglamento de 1817 del 3 de diciembre de 1817, en: Archivo General de la Nación, Sección Documentos Escritos. Colección Jorge A. Echayde, Sala VII, 7-8-14). En aquellos documentos y en los proyectos sucesivos, se estipuló que las cárceles no debían ser para castigo sino para seguridad de los reos y que correspondía sancionar a las autoridades que los mortificaren (cfr. artículo 118 del proyecto de Constitución de 1818, en: Archivo General de la Nación, Sección Documentos Escritos, Congreso General Constituyente 1816-1819, Legajo 7, Documento 171; artículos CXVII y CXXXVIII de la Constitución de las Provincias Unidas de Sud-América, sancionada y mandada a publicar por el Soberano Congreso General Constituyente el 22 de abril de 1819, Buenos Aires, Imprenta de la Independencia, 1819; artículo 170 de la Constitución de la República Argentina sancionada por el Congreso General Constituyente el 24 de diciembre de 1826. Buenos Aires, Imprenta del Estado, 1826; y el artículo 19 del proyecto de Constitución de Juan Bautista Alberdi, en: Bases y Puntos de partida para la organización política de la República Argentina, 1852).

Las penas crueles, inhumanas, degradantes, infamantes o inusitadas quedaron definitivamente prohibidas por el bloque de constitucionalidad incorporado a partir de la reforma de 1994, conforme el artículo 75 inciso 22 de la Constitución Nacional (cfr. artículo 5°de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; artículos XXV y XXVI de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre; artículo 5° incisos 2° in fine y 6°de la Convención Americana sobre Derechos Humanos; artículo 10 incisos 1°y 3°del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos; artículo 1°de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes; entre otras disposiciones). No obsta a esta conclusión la mención, en el artículo 69 de la Constitución Nacional, de sanciones infamantes o aflictivas al regular la inmunidad de arresto de los Diputados y los Senadores de la Nación. A los fines interpretativos, en la ponderación de las dos normas en juego -artículos 18 y 69 de la Constitución Nacional- deben prevalecer las pautas brindadas en la primera parte de la Ley Suprema, que se proyectan sobre el diseño de la estructura de poder diagramado por el constituyente».